lunes, 19 de mayo de 2014

Distintas formas de decir adiós



-Siempre soñé con ser científica, pero en este universo ya se descubrió casi todo lo importante. Los únicos misterios que quedan por investigar son cosas menores. Ya no quedan grandes plagas por sanar, grandes injusticias por balancear, ni grandes problemas por solucionar. No es una muy buena perspectiva la de los científicos hoy por hoy: recapitular obras clásicas, chequear cada tanto que las leyes físicas conocidas se sigan aplicando, y no mucho más. A lo sumo volverse inventor, como tu hermano, y dedicarse a seguir caprichos creativos.-

Su sonrisa era increíble, jamás había visto a nadie así. Ni en la nebulosa de Rigan, ni en las colonias de los cúmulos Lovares. Ninguna mujer del universo sonreía como ella, pero por detrás de esa sonrisa había algo más. Algo que no pude o no quise ver hasta que fue demasiado tarde. Una sombra la perseguía, opacaba el brillo de sus ojos y la agitaba cuando dormía. Era una pena imposible de percibir o de entender, era la nostalgia por saber que su mayor deseo en la vida jamás se cumpliría.

-Creo que el único desafío que le queda a un científico de ley, es descubrir qué hay dentro de un agujero negro. Me sorprende que aún no se sepa. Hay teorías, eso sí: Hotchkings decía que dentro de un agujero negro las leyes conocidas de la fisicoquímica se invierten y el tiempo deja de correr; La Doctora Nabuti afirmó una vez que eran portales a otras dimensiones, tan extrañas y ajenas que serían imposibles siquiera de imaginar; Tartaq coincidía con la Doctora Nabuti en que eran portales, pero no a otra dimensión sino a otro tiempo-.

Las corrientes energéticas surcaban el espacio alrededor de una pequeña nave de exploración. A unos pocos miles de kilómetros un agujero negro absorbía toda la materia que no poseía la fuerza suficiente como para escapar a su oscuro abrazo. Dentro de la nave, un hombre y una mujer se miraban a los ojos con tristeza. Sabían que no volverían a verse y, sin embrago, ninguno de los dos se animaba a decirlo. Ninguno se atrevía a admitir que probablemente esa sería la última vez que se mirarían a los ojos. Rodrigo sabía que jamás volvería a ver su sonrisa, y aún así, no pudo mas que disimular un “hasta luego” mientras Micaela subía al módulo exploratorio y se lanzaba a explorar lo inexplorado, camino a una aventura de la que no sabía cómo terminaría. Mirándola desde la nave, Rodrigo la vio irse para siempre; detrás quedaron sus sueños, esperanzas y la promesa de un futuro juntos.

Rodrigo se despertó sobresaltado, estaba cubierto por sudor frío y jadeaba con la boca abierta. Tenía la garganta seca y en su mente anidaba la idea de haber tenido una pesadilla horrible.
-¿Estás bién, papá?- Preguntó Hernán que lo observaba parado en el umbral de la habitación. Tenía tanto miedo como curiosidad por ver a su padre teniendo un mal sueño tan intenso.
-Sí, hijo, estoy bien. Ya me desperté. ¿Vos estás bien? Es tarde, hay que volver a dormir- dijo Rodrigo mientras se levantaba de la cama dispuesto a acompañar a Hernán de regreso a su habitación. Mientras veía como su padre se le acercaba le preguntó:
-¿Quién es Micaela?
 Al escuchar esas palabras Rodrigo se detuvo de inmediato, un temblor recorrió su cuerpo, había pasado mucho tiempo desde la última vez que había escuchado ese nombre. A duras penas intentó disimular su nerviosismo.
-¿Por qué preguntás eso, hijo? ¿Dónde escuchaste ese nombre?
-Lo decías vos, recién, mientras dormías, papá-.
 Rodrigo estaba sin palabras, no sabía qué responder. Sólo se limitó a tomar del brazo a su hijo gentilmente, y se disponía a acompañarlo hasta su cama cuando este preguntó:
-¿Soñabas con mamá?

lunes, 12 de mayo de 2014

Los nocturnos



 Algunos decían que sería un viejo con barba larga y ropa andrajosa. Otros aseguraban que no tendría más de treinta años. Lo que sí se sabía era que aparecería por primera vez esa noche, en las afueras de la ciudad más poblada de Écuer.
 No era un viaje de negocios. Fui por mi propio deseo de ver el acontecimiento en persona. Me había llegado el rumor en una de mis entregas, que me había llevado a un planeta del mismo sistema solar que Écuer. Una vez al año, según me habían dicho, todos los habitantes del planeta se reunían en la calle central de su ciudad capital donde el Orador les daría la forma de volver a la luz.
 Écuer fue una de las primeras colonias humanas abandonada. Se envió una sola camada de colonos, que fue olvidada en la vorágine de los primeros tiempos de viajes interplanetarios. Es que los inexpertos exploradores de ese entonces estaban más que satisfechos al encontrar un planeta con oxígeno y agua en cantidades similares a la tierra, pero no notaron la presencia de un extraño virus en el aire. Los primeros habitantes del planeta no tardaron en entender que este virus, que transmitía una enfermedad mortal, necesitaba de la luz para desarrollarse. La primera medida que tomaron, entonces, fue la de prohibir la vida diurna fuera de las viviendas herméticamente protegidas.
 Las generaciones pasaron y los Ecuerianos se hicieron inmunes al efecto del virus, pero sus costumbres estaban fuertemente arraigadas, y sus cuerpos adaptados a la vida nocturna. Fue ahí cuando surgieron las primeras leyendas, porque a pesar de todo algo dentro de ellos seguía pidiéndoles el regreso a la luz. La más popular sugería que el Orador, un profeta similar a los de las religiones antiguas de la tierra, los devolvería a la luz el sexto día del inicio de uno de sus años.

 Miles de miradas de ojos grandes y brillantes acompañaron la llegada de mi nave. No estaban acostumbrados a recibir visitas de otros planetas, y menos un día especial como ese. Caminé entre la multitud, buscando sin éxito el punto que los congregaba. Me acerqué a un grupo de jóvenes, me presenté, y les pregunté dónde llegaría el Orador. Una joven de nombre Duanna me señaló el punto preciso, a lo lejos, del que hablaban las leyendas.
 En mis viajes conocí a varias criaturas increíbles, a algunas de las personas más sabias del universo, y me enfrenté también con fuerzas atemorizantes… pero nunca me había encontrado con un profeta de la antigüedad. Mi curiosidad me exigía seguir adelante, y yo deseaba con todas mis fuerzas que ese fuera el día en que la leyenda se cumpliera.
 Abriéndome paso entre la gente, llegué al fin del camino. La multitud formaba un círculo de varios metros de diámetro alrededor de una roca, esperando al que fuese a subirse a ella y decirles las palabras que cambiarían sus vidas.
 Volver a la luz no era solo un capricho. Significaba, entre otras cosas, poder realizar viajes espaciales, conocer otros planetas y aprender de ellos. Su vida, por completo a oscuras, los mantenía aislados.         
 El expectante silencio cargaba el aire de tensión. Nadie se movía. Pasaron las horas, y nada sucedía. En poco tiempo amanecería. Los concurrentes, decepcionados, empezaron a abandonar el lugar de a cientos. Yo no quería resignarme, quería experimentar en carne propia lo que se sentía ante un mundo cambiando radicalmente en un solo momento.
 Alguien puso una mano en mi hombro.
- Parece que hoy no es el día…- me dijo Duanna- mejor irnos antes de que salga el sol. Puede ser peligroso.
 Quise explicarle que no le temía a la luz, pero no me dio tiempo y empezó a caminar. La seguí, junto al grupo de jóvenes, de regreso a su refugio. En el camino, me preguntaron de dónde era.
- ¡Sos un diurno!- exclamó uno-. ¡Tenés que contarnos como es vivir bajo el sol!

  Volví a la luna, varios días después, todavía un poco decepcionado. Había llegado a creer que una sola persona podía cambiar todo un mundo. Lo bueno es que me había hecho un nuevo grupo de amigos, personas muy interesantes que día a día trabajan para acercarse a la luz.         

lunes, 5 de mayo de 2014

La ciudad en el erial



-Una vez estaba en el planeta Osíris. Había hecho un trabajo llevando una carga a Éden, su planeta gemelo y cuando estaba por entrar al hiperespacio para regresar a casa, choqué con un asteroide y debí aterrizar de emergencia. A diferencia de Éden que era poco menos que un paraíso terrenal, Osíris era principalmente un gran desierto, un erial, con pequeñas granjas de musgo y la ocasional ciudad-fortaleza móvil surcando con sus grandes ruedas los inmensos océanos de arena. Llegué a una de esas fortalezas; debía tener casi diez kilómetros de largo y no menos de cinco de ancho, y se movía incesantemente esquivando tormentas de arena, con un objetivo final desconocido para todos los habitantes excepto para los misteriosos Capitanes de los que nadie parecía saber nada. Ahí dentro, reinaba una tácita camaradería entre colegas viajeros espaciales.
Luego de haber recibido las coordenadas de aterrizaje, dejé mi nave en el taller y acordé con los técnicos que la reparasen a cambio de algunas piezas de repuestos que tenía en el depósito olvidadas desde hacía tiempo. Me ofrecieron un camarote durante mi estadía y una vez instalado fui a recorrer un poco la ciudad. Estaban los niveles superiores, donde se encontraban los habitáculos, camarotes, comercios, cantinas y los puestos de intercambio cercanos a las plataformas de aterrizaje. Vedadas en los niveles inferiores, se encontraban las salas de máquinas, las calderas y las habitaciones de los Capitanes. Nunca nadie los había visto y nada se sabía de ellos. Era increíble pensar que toda esa masa de maquinarias oxidadas, derruidas y rechinantes se mantuvieran en funcionamiento. Cabe aclarar que pasado el deslumbramiento inicial, el lugar resultaba bastante hostil y poco amigable. Los habitantes de la fortaleza eran, por lo general, mercenarios de paso o seres deseando escaparse de sus pasados, o de sus destinos.
Sin mucho que hacer, me dirigí a una cantina en el distrito comercial. Ahí dentro me acodé en la barra y me dediqué a leer una revista de actualidades que había comprado. Tenía más de un siglo de antigüedad ya que no llegaban publicaciones recientes a ese planeta. Al rato, escuché a mis espaldas una discusión que aumentaba en volumen y fuerza, eran dos hombres, ambos vestidos con ropa de cuero negro, que jugaban a las cartas. Aparentemente, el ganador se quedaría con un perro gris que los miraba entretenido. Ambos lo reclamaban como propio y ninguno daba el brazo a torcer. Al aumentar la tensión, el cantinero se me acercó y dijo que debía cobrarme en ese momento porque probablemente aquella discusión terminaría mal y no quería que en el revuelo de la pelea yo me escapase sin pagar la cuenta. No llegué a sacar el dinero cuando varios guardias entraron al local, dispuestos a detener la pelea que estaba por comenzar. Lejos de sentirse disuadidos, los dos hombres dejaron de lado sus diferencias y los atacaron abriendo fuego.
Pude escabullirme debajo de una mesa y llegar hasta la puerta de salida gateando mientras las balas zumbaban y el perro, por el que antes se peleaban, atacaba a un guardia a mi lado que había querido detener mi salida. Con la mirada le hice una seña al cantinero indicándole que le dejaba el dinero en una rendija de la entrada, y me alejé del lugar antes de que llegasen los refuerzos.-
-  Papá, ¿quién se quedó con el perro al final?-
- Creo que fue un empate. Desde la ventana de mi camarote pude ver como los dos hombres y el perro escapaban de la fortaleza en una verdadera antigüedad: un automóvil del siglo veinte; andando por el desierto hacia el atardecer.
Poco después, me avisaron que los arreglos de mi nave habían concluido y pude dejar aquel planeta desértico en el que la violencia y las amistades parecían forjarse día a día.-